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Las brujas salen: Columna de opinión del abogado y escritor Rodrigo Zalabata Vega

Armando Benedetti y Laura Sarabia

El embajador de Colombia en Venezuela, Armando Benedetti y la jefe de gabinete, salieron del Gobierno ante el escándalo por interceptaciones ilegales a una niñera.

Las brujas salen

OPINIÓN

Por: Rodrigo Zalabata Vega

Abogado y escritor colombiano

El caso de la niñera Marelbys Meza que agita los mentideros de la opinión pública, que involucra a la reciente jefe de gabinete del presidente Petro, Laura Sarabia, y a quien oficiaba como embajador en Venezuela, Armando Benedetti, adquirió de manera súbita el alcance de un escándalo de gobierno, después de tener su origen en un evento delictual sucedido en un ámbito privado y familiar.

¿Cómo sucedió esa metamorfosis jurídica y política?

Lo primero que llama la atención al estallar este hecho privado como un escándalo público es ¿por qué la pérdida de un dinero privado, en residencia privada, habría de motivar que un gobierno nacional moviera el aparataje de inteligencia del Estado en contra de dos empleadas del servicio doméstico de su alta funcionaria?

Lo segundo que intriga es ¿Qué problema político podría implicar para un gobierno nacional la investigación de un robo privado, sobre sumas irrisorias en la magnitud de los recursos de Estado que administra, que lo motivase a realizar interceptaciones ilegales a personas sin poder alguno?

Hay tal asimetría entre la causa inicial y sus efectos posteriores que puede inferirse con certeza que el escándalo no se ajusta al hecho en sí, el robo de unos dineros privados, sino a un interés ajeno en desatar un fenómeno político. Igual a la revista como se ejecuta un linchamiento en las calles, con solo vociferar en alta voz, como en un micrófono, “cójanlo, es un ladrón”; lo primero es lo último, se ajusticia al perseguido, quien pasa a ser, entre tanta acusación de la gente, el cuerpo del delito.

El origen humilde de esta historia extraordinaria tuvo lugar en la residencia de Laura Sarabia, en donde ocurrió la pérdida de un dinero del hogar, denunciado por ella ante la Fiscalía General, el 29 de enero de este año. Lo cual denota un interés inicial de la afectada en legalizar toda acción en procura de recuperar el dinero perdido.

La cuestión se oscureció a la luz del escándalo que estalló, cuando la revista Semana, cuatro meses después, descubre que la niñera había sido sometida a pruebas de polígrafo en instalación aledaña al Palacio de Nariño; procedimiento validado en los protocolos de seguridad nacional que hacen correr la línea de la legalidad. Pero la chispa inflamable de la indignación la produjo la noticia oficial del fiscal de que le habían interceptado a la niñera sus comunicaciones privadas.

Tanto en la aplicación del polígrafo como en las interceptaciones, deben hacerse algunas afirmaciones que tocan lo institucional:

No preciso los protocolos que estén normatizados sobre su uso, ni la jurisprudencia que los haya adoptado en el marco constitucional, pero solo lo hallo admisible como procedimiento preventivo de selección del personal que ha de trabajar en algún tipo de empresa privada con un carácter especial, o en las entidades públicas que así lo ameriten, como sería la salvaguarda de la seguridad nacional. Pero si ocurre un eventual delito, se hace imperativo la aplicación irrestricta de las garantías procesales, entre las cuales no cabría la utilización del polígrafo, motu proprio, por autoridad diferente a la jurisdiccional, si no es dentro de un proceso legal, así se haga con el consentimiento de la persona investigada. Luego no es justificable las declaraciones de investigador judicial del presidente Petro sobre el particular. Ni legítimo que se plantee con el argumento de que otros gobiernos, desde Santos, lo han hecho legalizados por un decreto reglamentario desde 2015.

En cuanto a las interceptaciones, mucha menos justificación tiene la alocución presidencial que hizo el fiscal general, cuando lanzó a la opinión pública la arenga política “¡volvieron las chuzadas a Colombia!”, con la piedra de un linchador callejero sin el tino del jurista que debe estar al frente del ente investigador y acusador de los crímenes que ocurran a la nación en todo el territorio nacional.

Sobre todo, porque confunde los propios términos con que oficia su enorme responsabilidad. Las llamadas “chuzadas”, expresión de uso vulgar, su denominación jurídica es “interceptaciones ilegales”, como antinomia de lo que la ley denomina “interceptación de comunicaciones”, validada en el artículo 235 del Código de Procedimiento Penal.

El escándalo de las “chuzaDAS” en los gobiernos de Álvaro Uribe interesó escuchas ilegales, sin ninguna orden judicial, a distintos representantes del Estado y de la oposición, cuya intersección criminal “chuzó” a la propia justicia, en su más alta dignidad institucional representada en la Corte Suprema de Justicia.

En el reciente escándalo de la niñera presidencial se trató de una interceptación de comunicaciones, llevada al extremo procedimental que se ordenó dos veces por parte de la Fiscalía, por dos razones judiciales diferentes que no lograron poner de acuerdo al mismo ente investigador. A la que sumaron por duplicado la línea telefónica de la otra empleada del servicio doméstico de Laura Sarabia.

La primera investigación a la que entrelazaron las dos líneas tuvo que ver con la busca a alias Siopas del Clan del Golfo, iniciada con el dato anónimo de un informante infiltrado en dicha organización criminal, quien ya había ayudado a darle golpes militares. El investigador del caso, basado en la efectividad de su fuente anónima, hace la solicitud al fiscal competente para que vinculara cuatro líneas telefónicas; dos resultaron ser de las empleadas domésticas. Dicha petición la hace el 31 de enero, pero tres días después, 3 de febrero, al recibir el reporte del analista de comunicaciones, pide que cese la interceptación por no aportar ningún contenido a las pesquisas en adelanto. La intervención, sin un motivo aparente, se extendió por siete días más de escuchas que ya se tornaban ilegales.

Es presumible que un poder extraño estuviera tratando de sembrar una ruta de vínculo del gobierno actual con el Clan del Golfo, para deslegitimar cualquier acción que pudiera descubrir tratos anteriores de ese grupo con poderes del Estado.

La segunda investigación se relaciona propiamente con el robo en el apartamento de Laura Sarabia, en la que el fiscal a cargo del caso, surtido el trámite previo del juez de control de garantías, al ordenar interceptar las líneas de las dos empleadas domésticas, primeras sospechosas, rebota la comunicación con el hecho que ya estaba intervenida por la otra Fiscalía local 191 en el Chocó.

En medio de estas dos intrigantes historias judiciales surge el entonces embajador en Venezuela, Armando Benedetti; a quien sí le “chuzaron” sus comunicaciones, llamadas con técnica periodística “filtraciones”; como un monstruo emergido de un circunloquio de licor, con la lengua enlodada en el pantano en que estaba sumido, amenazando no amenazar con salpicar hasta el presidente con unas confesiones sobre la financiación de la campaña presidencial, si no le dan el lugar político, no burocrático, que él se merece en el gobierno. En su diálogo energúmeno y monocorde, sus duras palabras por lo menos ameritaban un interlocutor en quien recaer para no ser tomado por un loco que tira piedras en las calles del pueblo.

Muchas cosas han sucedido desde los presuntos delitos que tendrían que mantenerse en la reserva sumarial en proceso, para evitar un escándalo público que los expusiera al linchamiento mediático. Pero sucedió lo contrario, la revista Semana, cuatro meses después, lanza la noticia de portada sobre un cuasi secuestro de la niñera Marelbys Meza, como fue llevada a comparecer ante el polígrafo en los sótanos adjuntos al palacio de gobierno. A lo que sumaron la supuesta interceptación ilegal de sus comunicaciones, junto a la otra empleada del servicio doméstico. Cuando en realidad, ya está decantado en las noticias, ambos procedimientos se ordenaron legales entre la Dijin y la propia Fiscalía, así deba investigarse si en la práctica conservaron su legalidad. Por ello es inadmisible que el fiscal general, haciéndole eco a una noticia escandalosa, haya salido con la vocinglería judicial “¡volvieron las chuzadas a Colombia!”

Esta tormenta mediática que sopla sobre la casa de Nariño, con el mismo interés del lobo feroz a la caza de los tres cerditos en el cuento inventado por Joseph Jacobs, transformó unas humildes señoras del servicio doméstico en amenazas para la seguridad nacional, se llevó consigo al coronel Óscar Dávila; integrante de la seguridad del presidente Petro, cuya muerte se produjo en primeras versiones por un suicidio, en circunstancias aún por investigar; se ha tornado tan confusa que la principal sospechosa es la justicia, pero el escándalo armado la protege.

Por regla general, un delito busca ocultarse antes que la justicia lance su grito para atraparlo, cuyo actuar precavido debe evitar convertirlo en escándalo para que no caiga en manos de la opinión pública, como sucede en los linchamientos. En este caso ha sucedido lo contrario, después de cuatro meses de unos hechos judicializados, apareció de súbito el escándalo buscando los delitos en los cuales justificarse. Cuando la justicia se hace protagonista en el campo que investiga es porque no está en juego la justicia sino el poder que ella representa. Sucede incluso en el fútbol, cuando el árbitro toma como suyo el partido.

El caso más ejemplificante de la historia es el de “Las brujas de Salem”, juicio que conmocionó a la sociedad estadounidense en el año de 1692, ocurrido en la aldea de Salem, parte del hoy Estado de Massachusetts, en el que se ejecutaron 19 personas a quienes se acusó de practicar hechicería. En su momento, tal acusación presumía que se estaban comunicando con el infierno, violando el código de valores divinos dictados en la Biblia. Era como “chuzar” el cielo, complotando con el demonio el derrocamiento de Dios, desde el que gobernaba su reino en la Tierra.

Era el tiempo en que la justicia gobernaba su mismo sistema de poder, en donde el pecado era nuestro delito moderno. Para poder probar hechos que no podía probar, ni en el inframundo ni en el más allá, la justicia de entonces se basada en el escándalo que significaba atentar contra Dios. En este caso lo llevaba a cabo el puritanismo protestante, tal como lo ejecutaba a sangre y fuego la Iglesia Católica a través de la Inquisición. Los acusados eran sometidos a polígrafos de consciencia enfrentados a juicios de Dios, cuyas preguntas no podían superar, por ello entraban a estados de locura en que los hacían atravesar el fuego que probaba su culpa.

Se supone que el Estado moderno se creó para curarse de espantos y brujas, porque sola gobernaría la razón. Un árbitro entre el poder de hecho y el poder político de la sociedad expresada en la ley. Entre tanto, la justicia no estaría sometida al poder, sino que sería su control; pero al contrario de lo que se cree lo representa. La justicia defiende los códigos que protegen el sistema de poder imperante.

No es lo mismo poder y gobierno; el poder impone y el gobierno ordena.

En Colombia sucedió un fenómeno extraño, el poder ha perdido en democracia su gobierno, por lo que quiere quemar al gobierno para recuperar su poder de facto que ya no puede tramitar a través de la ley. Para ello tiene que demonizar el gobierno que no le hace caso. Por eso ha desatado una cacería de brujas que no existen, pero que su justicia celebra.

No podemos creer que esté ocurriendo en Colombia un caso como el de “Las brujas de Salem”, ocurrido en EE.UU. antes de inaugurar la democracia moderna; ni imaginar que en estos tiempos aparezcan brujas; pero al repasar la revista semanal de noticias que le prenden fuego al acontecer nacional, de que salen, salen.

Columnista invitado por el HOME NOTICIAS

Rodrigo Zalabata Vega

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