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La piedra en el zapato de Dios
Domingo, 22 de junio de 2025

Por: Rodrigo Zalabata Vega
Abogado y escritor colombiano
Quién lo creyera, el Estado secular en que se soporta la sociedad moderna, cuya voluntad creó el mundo de la razón humana, se enfrenta a la misma paradoja que sacudía al poder teológico que reinaba en la edad media, señoreado por la Iglesia Católica, Apostólica y Romana; frente a la que se preguntaba entonces: ¿puede un ser omnipotente crear una piedra tan pesada que no sea capaz de mover?
La pregunta suele plantearse, aún hoy, como un problema abstracto e irresoluto de savia filosófica, dado que ninguna respuesta es posible ¡por Dios! sin que se contradiga en su paradoja; pero debió ser, en realidad, una puesta a prueba al poder instituido por la Iglesia a nombre de Dios, confrontada sabiamente a definir los límites más allá o más acá de su poder en la Tierra (la piedra), al tener que dilucidar –de ser posible– lo que solo podría resolver en su omnipotencia Dios.
Semejante pregunta tendría que hacerse al ufano de tener la verdad revelada, porque deberá responder por quien le revela la verdad. En ese tiempo es presumible que la Iglesia resolviera lo no resuelto imponiendo su autoridad estamental, al fijarle el límite racional a quien osara poner en cuestión el poder de Dios. Pero en la era moderna habrá de resolverse en democracia, mediante la voluntad general, si tenemos fe, con espíritu religioso, que la voz del pueblo es la voz de dios; que entrado en razón acordará su designio jurado en su Estado civil.
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Es la misma pregunta, siempre latente, que no ha podido resolver el Estado representativo moderno que actúa a nombre del pueblo, fuente originaria de su poder institucional; parafraseada así: ¿puede el pueblo omnipotente crear un Estado tan fuerte que no sea capaz de mover su voluntad general?
Si la pregunta se resuelve de tajo, como ofició la Iglesia Católica en la Edad Media, al ordenar que el poder de Dios no se discute, estamos en presencia de un Estado teológico. Pero si ponemos a prueba la democracia, pila inmanente generadora del Estado moderno vigente, la pregunta habría que hacérsela directa al pueblo, como ente soberano sabrá responderla en su sabiduría.
La piedra de Dios en la Constitución de Colombia
Tal perplejidad filosófica parece encarar a las instituciones del Estado, ya que el presidente de la República, en ejercicio de la facultad provisoria que tiene para acudir a la figura constitucional de la consulta popular, convoca al pueblo a través de un decreto administrativo para que responda si está de acuerdo o no con que se le retornen sendos derechos laborales, de especial protección en la Constitución, que les fueron cercenados, a destajo de una ley, por razones económicas; los mismos derechos que prometió reivindicar en la propuesta de gobierno por la que fue elegido presidente; al confrontar el predominio legal que el Congreso se ha arrogado para autorizarlo, por lo que negó el mecanismo consultivo que llama al pueblo a responder por sus propios derechos.
La contradicción institucional se ha entrabado en los mecanismos de aplicación de la Constitución y no en los derechos que ilustran su contenido. Por ellos se pierde de vista el sentido de un Estado social de derecho, en el que las normas están al servicio del pueblo constituyente y no el pueblo al servicio de las normas en que ha delegado su poder constituido. La misma razón que dirige los procedimientos en aplicación de la justicia, en la que debe primar lo sustancial sobre lo formal. En esa perspectiva, la lectura consagrada de la Constitución y su realización práctica debe hacerse en la medida de sus alcances y no de sus límites.
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Sobre esa base se estructuró la versión actual del Estado participativo, en corrección al Estado representativo inicial, cabalgado por el legislador omnisapiente, con la revisión de que el pueblo constituyente conserva hoy su autonomía y participación en las instituciones en que delega su poder originario.
Si las instituciones trataran con buena voluntad el problema que los confronta entre ramas del poder público de su mismo Estado, sin interferencias políticas, bastaría con que leyeran de consuno los principios fundamentales de la Constitución que nos integra como nación, para saber que su contraposición podrían resolverla si reconocieran que son ellos el problema antepuesto.
Si proclamados padres de la patria pudieran entender que el mayor problema de un padre es pretender pensar y decidir por la vida de sus hijos, tratados como su juguete, cuando son los hijos quienes por su propia experiencia pueden conformar y dirigir el derecho de cada paso de su destino.
Olvidado que nuestro padre constituyente originario nos inculcó en sus principios fundamentales: “Colombia es un Estado social de derecho…, democrática, participativa y pluralista, fundada… en el trabajo… y en la prevalencia del interés general; …Son fines esenciales del Estado: …garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución; facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación…”.
La piedra de Dios contenida en la ley
En este marco de reflexión filosófica y constitucional cabría hacer el análisis hermenéutico de aplicación de la Ley 1757 de 2015, contentiva de la promoción y protección del derecho de participación ciudadana, en cuyos apartes se destaca:
“Artículo 20. d) Consultas Populares. El Senado de la República, se pronunciará sobre la conveniencia de la convocatoria a consultas populares nacionales (…)
Artículo 31. b) Para la Consulta popular nacional. El presidente de la República, con la firma de todos los ministros y previo concepto favorable del Senado de la República, podrá consultar al pueblo una decisión de trascendencia nacional”.
Si la Constitución nos define como un Estado participativo, y la citada ley así lo promueve y defiende el derecho de participación de los hijos del constituyente originario, lo primero que tendría que estar a salvo de discusión es que ningún poder constituido puede tener el poder de autorizar o negar la participación institucional del pueblo para decidir sobre sus propios derechos.
Esta vez con mayor razón si la iniciativa de consulta trata de decidir la recuperación de unos derechos laborales de estirpe constitucional, los que la Ley 789 de 2002 eliminó por razones diferentes al derecho mismo, promovida por una política económica que se asumía superior a la esencia misma del Estado Social de Derecho, que reconoce en el trabajo un plus de protección especial.
Se advierte en el primer acápite citado, que la ley de participación ciudadana invita al Senado de la República a que se pronuncie “sobre la conveniencia” de la convocatoria a consultas populares, como órgano político de representación, pero no establece que tal institución constituida o derivada tenga la facultad para decidir sobre el derecho mismo que tiene el constituyente soberano de participar en las decisiones del Estado que le atañen de manera directa.
Sería un total contrasentido jurídico que la ley de participación ciudadana otorgara al Senado la facultad para decidir si el pueblo puede ejercer su derecho de participación. El Congreso de la República, como rama del poder público, está constituido esencialmente para legislar en pro de nuevos derechos, no para decidir el ejercicio de derechos que ya están establecidos en la Constitución.
Ni con la declaratoria de los estados de excepción, por parte del presidente de la república, podrán suspenderse los derechos humanos ni las libertades fundamentales, cuya plenitud se tiene con la participación ciudadana en los momentos en que se convoque a ejercerlos de manera directa, como es el mecanismo de la consulta popular, cuando las instituciones deben ceder su poder de representación a quien es la fuente de legitimación del Estado: el pueblo.
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Aceptar que el Senado tiene el poder de decidir la participación del pueblo, ante una convocatoria de consulta popular, es darle la facultad legal de declararle la interdicción constitucional al pueblo si no está en capacidad política para decidir sobre sus propios derechos; es decir, declararlo tácitamente capitis diminutio.
Nótese que, en la declaratoria de Estado de Guerra Exterior, el artículo 212 del Constitución sí establece expresamente que “sólo procederá una vez el Senado haya autorizado”; es decir, le da la potestad para “autorizar”, dado que a los estados de excepción se acude en momentos sobrevinientes de suma gravedad y premura, que imposibilita consultar al pueblo de manera directa e inmediata.
Por ello, de manera análoga se infiere que cuando la ley de participación establece que el presidente de la república podrá consultar al pueblo, “previo concepto favorable del Senado”, le da un valor político a tal concepto con ocasión, no una atribución preeminente para decidir la validez de la convocatoria, como un insumo doctrinal para el control de constitucionalidad que habrá de hacer la Corte en ejercicio de la competencia posterior que le asignó la misma ley, en salvaguardia del marco constitucional fijado por el constituyente originario.
Lo anterior se entiende mejor si al leer puntualmente la norma invocada, en el mismo renglón establece que la convocatoria a la consulta popular se hará “con la firma de todos los ministros”; luego cabría plantearse la pregunta de concreción normativa ¿y si alguno de los ministros no firma el decreto de convocatoria no podría adelantarse la consulta al pueblo soberano?
Ante el hecho inédito que, por distintas razones institucionales, se enfrentan dos ramas del poder público, ungidos ambos por el voto popular, al ejecutivo habría que reconocerle que está convocando a la consulta popular ante la circunstancia adversa de que el legislativo hundió dos veces su iniciativa de reforma laboral sin siquiera discutirla, sin considerar que conlleva un contenido plebiscitario porque hace parte de la propuesta de gobierno por la que fue elegido para escalarla a ley.
El análisis jurídico en esta controversia interinstitucional no puede contraerse a su carácter legal sino a su misión constitucional, y como tal político, porque nos gobierna una Constitución Política que refrenda un Estado social de derecho, en el que el principio de legalidad no está definido por sus límites normativos sino por sus alcances constitucionales: los fines que trazó el constituyente originario; para que a sus hijos, el constituyente primario, no se les pueda negar el derecho de participación, cuando por sus propios derechos demande.
Lo inaudito es que los doctos doctrinantes del país, togados por la exégesis, quedaron atrapados en el análisis normativo sin mirar en perspectiva desde el marco constitucional, quizás tomados por la fuerza política que traen ambas posturas institucionales, por lo que han pedido una intervención jurisdiccional a lo que es de esencia política, ya que el fondo de la convocatoria demanda la recuperación de unos derechos que les habían sido conculcados, cuya validez solo podrá decidir el pueblo soberano en el momento mismo de su participación.
En conclusión, el concepto favorable que solicita la ley de participación se concibió para alimentar con la deliberación del Senado el espíritu de la democracia, pero no es vinculante para el presidente de la República, si es negativo, a efectos de llevar a cabo la consulta popular. En cualquier esfera de la vida, cuando se solicita un concepto de alguien, un hermano institucional en este caso, la opinión emitida tiene un valor solidario, pero no obliga a quien lo solicita.
Lo anterior ha sido corroborado en la jurisprudencia, tal la sentencia C–487 de 1996 de la Corte Constitucional dice: “…Cuando el concepto se produce a instancia de un interesado, éste queda en libertad de acogerlo o no y, en principio, su emisión no compromete la responsabilidad de las entidades públicas, que los expiden …desde el ángulo del administrado, la emisión de un concepto de la Administración no lo obliga a actuar de conformidad con lo que en él se expresa …no puede admitirse que el concepto tenga una fuerza igual a la ley, simplemente contiene la expresión de una opinión sobre la forma como ésta debe ser entendida o interpretada”. Si ello es así para el ciudadano común, lo es con igual fuerza legal entre las instituciones que representan sus derechos en el Estado constituido.
La piedra de Dios en manos del pueblo soberano
El conflicto interinstitucional que enfrenta a Colombia pone a prueba si en realidad vivimos en un Estado moderno y secular en el que participa la nación, o si aún habitamos el Estado confesional consagrado en la Constitución de 1886, dios mediante, como fuente de toda autoridad, en concordato con la Iglesia Católica, cuyo pueblo esperaba los milagros del Sagrado Corazón de Jesús colgado en la sala, antes que las obras piadosas de las instituciones que representaban a Dios.
Por ello es imperioso revivir la paradoja incontrastable que confrontó al poder medieval: ¿puede un ser omnipotente crear una piedra tan pesada que no sea capaz de mover?; extrapolada en el tiempo a Colombia en los presentes términos: ¿puede el pueblo constituyente crear unas instituciones tan pesadas que no sea capaz de mover? Si la respuesta es de tajo, tal la Iglesia Católica no respondió en la edad media, al invocar la autoridad incuestionable de Dios; si aceptamos que el concepto del Senado, por virtud de la ley, es omnímodo para decidir por el pueblo soberano su participación en la conformación de sus propios derechos; en verdad os digo que nos gobierna un Estado nobiliario del que el pueblo colombiano es a duras penas su vasallo y siervo de la gleba por elección democrática.
Contrario a lo que se cree, la solución a la paradoja medieval es posible en un Estado moderno y secular, ya que en la democracia el poder no es absoluto, el pueblo tiene el poder relativo a las mayorías; en consecuencia, sí tiene el poder de mover las instituciones que crea, siendo éstas las que no deben ponerse pesadas al momento en que el constituyente primario toca la puerta del Estado, por la razón de ser el pueblo quien tiene las llaves de su propia casa.
En adelante, dada la inusitada controversia intraestatal, no solo debe ser posible que al pueblo se le consulte, como si se tratara de un favor institucional, sino que debe quedar claramente establecida la prerrogativa constitucional de acudir a él cuando le quiten sus derechos y no se le dé trámite a las propuestas por las cuales eligió a su gobernante representativo de la voluntad general mayoritaria.
También nos debe llevar esta contradicción del Estado a resolver la dicotomía que nos dejó Jorge Eliécer Gaitán, antes de caer muerto por las balas contradictorias, cuando afirmó que a Colombia la habitaban dos países; uno, el de la casta de los políticos que la gobierna, y, dos, el de la nación trabajadora que crea la riqueza de la que no participa. Pero la respuesta tenemos que darla con la participación de todos, si entregamos nuestro destino a los políticos hechos al gobierno, o si nos abrimos paso entre las instituciones como nación en orden de la democracia.
Es la gran paradoja que tendríamos que resolver en el alma de Colombia. Si la piedra que fijó Jesucristo para la humanidad, sobre la cual ordenó levantar su iglesia, no es inamovible, porque trata del culto al amor y a la fraternidad que habrá de llevarse en el corazón. Un mensaje que parecen olvidar aquellos que se proclaman padres de la patria, si son los mismos que abandonan a sus hijos en la pobreza y no los reconocen cuando reclaman sus derechos. Deberían creer que si aplicaran la justicia divina no tendrían que alegar con golpes de pecho su existencia, porque quienes más invocan su nombre y dicen edificar sobre su piedra suelen ser en el curso de la historia la piedra en el zapato de Dios.
Columnista invitado por el HOME NOTICIAS
Rodrigo Zalabata Vega
E–mail: rodrigozalabata@gmail.com
Editor general
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